Regla Primera 17 - Los Predicadores
Ningún hermano predique contra la forma e
institución de la santa Iglesia y a no ser que se lo
haya concedido su ministro. Y guárdese el ministro de
concedérselo sin discernimiento a nadie.
Pero todos los hermanos prediquen con las obras.
Y ningún ministro o predicador se apropie el ser
ministro de los hermanos o el oficio de la predicación;
de forma que en cuanto se lo impongan, abandone su
oficio sin réplica alguna.
Por lo que, en la caridad que es Dios (cf. Jn 4,16),
ruego a todos mis hermanos, predicadores, orantes,
trabajadores, tanto clérigos como laicos, que procuren
humillarse en todo no gloriarse ni gozarse en sí mismos,
ni exaltarse interiormente de las palabras y obras
buenas; más aún, de ningún bien que Dios hace o dice y
obra alguna vez en ellos y por ellos, según lo que dice
el Señor: Pero no os alegréis de que los espíritus os
estén sometidos (Lc 10,20).
Y tengamos la firme convicción de que a nosotros no
nos pertenecen sino los vicios y pecados. Y más debemos
gozarnos cuando nos veamos asediados de diversas
tentaciones (cf. Sant 1,2) y al tener que sufrir en este
mundo toda clase de angustias o tribulaciones de alma o
de cuerpo por la vida eterna.
Guardémonos, pues, todos los hermanos de toda
soberbia y vanagloria; y defendámonos de la sabiduría de
este mundo y de la prudencia de la carne (Rom 8,6), ya
que el espíritu de la carne quiere y se esfuerza mucho
por tener palabras, pero poco por tener obras, y busca
no la religión y santidad en el espíritu interior, sino
que quiere y desea tener una religión y santidad que
aparezca exteriormente a los hombres. Y éstos son
aquellos de quienes dice el Señor: En verdad os digo,
recibieron su recompensa (Mt 6,2). El espíritu del
Señor, en cambio, quiere que la carne sea mortificada y
despreciada, tenida por vil y abyecta. Y se afana por la
humildad y la paciencia, y la pura, y simple, y
verdadera paz del espíritu. Y siempre desea, más que
nada, el temor divino y la divina sabiduría, y el divino
amor del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
Y restituyamos todos los bienes al Señor Dios
altísimo y sumo, y reconozcamos que todos son suyos, y
démosle gracias por todos ellos, ya que todo bien de El
procede. Y el mismo altísimo y sumo, solo Dios
verdadero, posea, a Él se le tributen y Ël reciba todos
los honores y reverencias, todas las alabanzas y
bendiciones, todas las acciones de gracias y la gloria,
suyo es todo bien; sólo Ël es bueno (cf. Lc 8,19).
Y, si vemos u oímos decir o hacer mal o blasfemar contra
Dios, nosotros bendigamos, hagamos bien y alabemos a
Dios (cf. Rom 11,21), que es bendito por los siglos (Rom
1,25).
Regla Primera- 17 - S. Francisco de Asís